La búsqueda insaciable de la independencia y la autosuficiencia no es más que una travesía agotadora hacia una fantasía: un imposible que alimenta los relatos heroicos de nuestra cultura. Vivimos atrapados en narrativas que glorifican la independencia como sinónimo de fuerza y virtud. Crecí con dos frases que se repetían en mi entorno y que, por mucho tiempo, formaron columnas silenciosas de mi identidad:
"Uno nace solo y muere solo"
"Primero yo, segundo yo, y tercero yo"
Durante mucho tiempo, sentí que esas ideas me ofrecían un refugio o me protegían pero no me daba cuenta que también eran una coraza, que me aislaba y me apartaba. Dejar morir esas ideas significaba reconocerme “necesitada”, sí, necesitada de miradas, de abrazos, de reconocimiento, de sostén. Era aceptar que, en cada etapa de mi vida, hubo otros y otras que me sostuvieron, y que reconocerlo no me debilitaba, sino que abría un espacio más hondo de gratitud y conciencia. Fue dejarme caer, bajar la mirada hacia el corazón, desmontar la muralla que pretendía protegerme del dolor que esas frases escondían: dolor de abandono, de decepción, de soledad.
Estas frases ignoran una verdad elemental: el acto mismo de nacer exige una red de esfuerzos, manos, cuerpos y cuidados sin los cuales la vida simplemente no sería posible. Nacemos gracias a otros; sobrevivimos gracias a otros. No hay autonomía que no esté tejida de vínculos.
Hoy comprendo que no necesito protegerme del otro para cuidarme, sino que es justamente en el encuentro —en el vínculo, en el abrazo, en el reconocimiento mutuo— donde reside la posibilidad real del cuidado. Reconstruir la confianza implica mirar esas heridas abiertas, reconocer las defensas que erigimos y preguntarnos: ¿cuándo realmente nos estamos cuidando y cuándo simplemente nos estamos defendiendo?, ¿cuándo nuestras defensas ya no protegen, sino que perpetúan el dolor y el sufrimiento?.
Persistimos, sin embargo, en abonar terrenos infértiles: construimos bastiones ideológicos para mirar al mundo desde arriba y proclamarnos autosuficientes, invulnerables, superiores porque “no necesitamos de nadie”. Pero, ¿sobre qué cimientos reales se sostienen estos baluartes? ¿Cuánto puede durar una construcción que niega la matriz relacional de la que surgimos?
Sostener esta ilusión de independencia demanda una energía exorbitante. Invertimos recursos emocionales, materiales, simbólicos en luchar contra la evidencia simple de nuestra vulnerabilidad. Y en esa lucha, ¿qué es lo que perdemos? Perdemos el descanso. Perdemos el encuentro genuino. Perdemos la posibilidad de ser tocados en nuestra fragilidad, de sostener y ser sostenidos.
Nuestra interdependencia no se limita al tejido humano. Somos radicalmente dependientes del aire que respiramos, del agua que bebemos, de la tierra que pisamos, de los ecosistemas que nos contienen y nos exceden. Cada respiración, cada alimento, cada latido es el resultado de una trama de vida más vasta de la que apenas somos una hebra. Pretender que podemos aislarnos de esta red viva es perpetuar un espejismo que no solo enferma nuestros cuerpos, sino también nuestra capacidad de habitar el mundo de manera sensible y sostenible.
La cultura de la autosuficiencia instala un ideal imposible que, lejos de fortalecer, nos encierra en ciclos de frustración, culpa y angustia. Se nos promete que la independencia es el máximo logro humano, pero el precio de esa promesa es la desconexión: desconexión del otro, del ambiente, del tejido mismo que nos mantiene vivos.
Redefinir la autonomía se vuelve entonces urgente. No como el aislamiento triunfante de un yo autosuficiente, sino como la capacidad de reconocer nuestras necesidades, de habitarlas, de asumirnos como parte de una trama. La autonomía auténtica no florece en la negación del otro, sino en el reconocimiento lúcido y radical de nuestra interdependencia.
Quizá, en lugar de seguir invirtiendo energía en la imposición de un yo aislado, podamos encontrar descanso —y vida— en el lanzarnos al riesgo de ser sostenidos, en la apertura valiente de reconocer nuestra fragilidad, en la consciencia profunda de que sólo en relación —con otros cuerpos, con la tierra, con todo lo vivo— podemos devenir verdaderamente humanos.
POSDATA:
No sé cómo moriré, ni qué manos rozarán mis últimos suspiros, pero sé que mi primer aliento brotó al calor de la fuerza de mi madre y de quienes estuvieron allí acompañándola y sosteniéndola.
Hoy camino sabiendo que cada uno de mis pasos es sostenido por un gran tejido vivo. Reconocer estos hilos me permite habitar el mundo de forma distinta.
No nací sola, y para nutrirme, necesito del pulso de otros.
Es en ese entramado donde mi existencia respira.
" En el ver está también de forma esencial, el poder dejar de ver. Bajar los párpados. Ya no dejar que el mundo entre en uno, cerrar los ojos, telón. Quietud súbita, penumbra. Luego reabrirlos es el deslumbramiento"
Anne Dufourmantelle
Vivimos en una época en la que el conocimiento circula a una velocidad abrumadora. En lo que respecta a los afectos, los vínculos y el amor, cada vez tenemos más acceso a teorías y etiquetas que prometen ayudarnos a comprender, definir y direccionar la forma de relacionarnos. Y, aunque esto se vea como un gran "avance" —porque nos da herramientas, palabras y sentido— también puede convertirse en un nuevo velo, pues pareciera que mientras más información se transmite, más a la deriva, más desnudos y más perdidos nos encontramos.
Escuchamos frases como: “tengo apego ansioso”, “esto es gaslighting”, “me hizo ghosting”, “esa relación es tóxica”.
Pero...
¿Dónde queda la experiencia viva, afectiva, encarnada y única de cada vínculo?
¿Qué pasa con lo que realmente sentimos cuando todo se transforma en categoría?
Pareciera que el espacio para lo complejo se reduce. Que se acallan los territorios donde aún podemos habitar el “no saber”, la diferencia, la contradicción, la singularidad, el cambio y el proceso.
Le exigimos a estos saberes certezas. Certezas que claman por sentidos rápidos, por respuestas funcionales, por discursos que apacigüen la incertidumbre. Pareciera que todo debe cerrarse, resolverse, definirse: el yo, el otrx, el amor, la vida. Como si la clausura y el cierre nos salvara del vértigo de lo incierto.
Palabras como “tranquilidad”, “seguridad”, “equilibrio”, “felicidad” se han vuelto objetos de deseo empaquetados y vendidos como promesas alcanzables. Basta con “quererlo”, con aplicar la fórmula correcta, con “atraer” lo que nos falta, —porque de eso se trata: de poseer, de controlar, de tener.
¿Estamos utilizando esta información para acompañar nuestros procesos o la estamos consumiendo como una receta que nos dice cómo deberíamos sentir, amar o vincularnos?
¿Estamos viendo al otrx, o simplemente aplicando una etiqueta?
¿Nos estamos encontrando realmente, o solo repitiendo fórmulas y diagnósticos?
Y aunque parezca una novedad, no lo es. Desde siempre hemos estado atravesados por discursos que nos dictan cómo amar, como interactuar, cómo comportarnos, qué desear. Lo que ha cambiado es su forma: hoy se presentan con lenguaje terapéutico, promesas de bienestar emocional, envoltorios de autoconocimiento.
Atrapadxs en nuevas demandas. Vínculos “conscientes”, “sanos”, “correctos”. Y cuando no logramos responder a esas expectativas, aparece la culpa, el exceso de análisis, la angustia de sentir que no estamos “evolucionando”, que no hemos “sanado lo suficiente” o que aún no alcanzamos ese nivel de amor propio que nos haría dignxs de ser vistxs, reconocidxs y amadxs por otrxs.
La trampa de lo que se nombra como "saber" es que, muchas veces, se viste de liberación mientras opera como mandato.
Ahora tenemos que estar listxs.
Haber trabajado nuestras heridas.
No tener “apegos inseguros”.
Tener suficiente amor propio.
Saber irnos a tiempo.
No repetir. No insistir. No necesitar demasiado.
Pero… ¿y si no podemos?
¿Y si aún no sabemos?
¿Y si amamos con miedo, con dudas, con historia?
¿Dónde queda la posibilidad de estar en proceso sin sentir que estamos fracasando?
La invitación que me permito hacer aquí, es hacia una pausa, a preguntarnos si quizá en ese afán por tener certezas —por saber cómo amar, cómo soltar, cómo sanar— para llegar a la "meta", corremos el gran riesgo de perdernos la riqueza del vínculo mismo.
Porque el encuentro con el otro, trae de manera inevitable, lo incierto, lo incomodo, lo impredecible. No es un destino al que se llega, sino un territorio que se habita.
Ahora,
¿Qué es aquello con lo que no estamos contando o no estamos encontrando para habitarlo y sostener lo que cada encuentro trae consigo?
No se trata de rechazar los caminos que venimos trazando o negar las herramientas que hemos adquirido. Se trata de observarnos en esta búsqueda insaciable, y preguntarnos si en realidad nos sirve de piso o sólo nos agota. De preguntarnos si ese conocimiento está a nuestro servicio, o si hemos empezado a servirle a él.
Tal vez lo que necesitamos no es más teoría.
Porque lo vincular no es algo que se sabe o se domina.
Porque el vínculo no se posee.
No se controla.
No se resuelve.
El vínculo es una pregunta viva.
Es una pregunta que late, que nos atraviesa, que se vuelve a formular una y otra vez en cada encuentro. Una que no busca definiciones cerradas, sino espacios donde el deseo, la diferencia, la contradicción y la vulnerabilidad puedan desplegarse.
Una pregunta que se reformula , en cada gesto, en cada roce entre lo que vamos siendo y lo que aún no sabemos ser con otrxs.
Quizá habitar esa pregunta —con lo que incomoda, con lo que duele, con lo que late, con lo que mueve, con lo que invita— sea la forma más honesta de seguir intentando estar con otrxs.
Pero esto no podemos hacerlo simplemente sabiendo más, ni en una carrera solitaria.
Más que respuestas o técnicas para “resolver” la vida, lo que necesitamos son espacios y personas en quienes apoyarnos y con quienes sostenernos, para poder atravesar todo aquello que se va develando y emergiendo en nuestro transitar relacional.
Porque no se trata de llegar a un lugar, sino de poder caminar acompañadxs.
De hacer del vínculo no una meta, sino un territorio vivo, compartido y siempre en construcción.